El desvanecimiento de un imperio 2

LA NOCHE AMERICANA

En las películas antiguas, donde los hombres y las mujeres hablaban de manera civilizada, para que anocheciese no era necesaria la certidumbre de la noche.  Un filtro en la cámara y el aprovechamiento de la luz tornadiza del atardecer bastaban  para que pareciese de noche lo que aún era de día.  Llamaron “noche americana” a ese truco de rodaje, un sencillo efecto óptico.

Ocurre con el Imperio de nuestro tiempo. Se nos antoja oscurecido, al borde del precipicio, como lo estuvo Roma ya apagado su esplendor, bajo la tutela dislocada del jovencísimo emperador Heliogábalo.  De él nos dice Gibbon  que “trastornar climas y estaciones, burlarse de las propensiones generales, y dar al través de toda ley natural y decorosa, eran sus más halagüeños pasatiempos”.   Menoscabó torpemente  a los dioses inmortales  y quiso sustituirlos por una nueva deidad, una piedra negra que paseó por Roma entronizada en una carroza tirada por seis caballos lujosamente enjaezados, bajo una   lluvia de polvo dorado.  Es claro que  Joe  Biden y  Donald Trump  dejaron muy atrás sus años mozos, no es menos cierto que comparten una mentalidad pueril.  La reputación de Biden está dañada por las tropelías de su hijo, también porque el hombre ya no sabe ni lo que dice y en su entorno nadie es capaz de disimular un deterioro  galopante.  Y qué decir de Trump, salvo que semeja bien dispuesto a  incorporar casi todas las imputaciones  que aún no gravan su carrera. En lo tocante a  la piedra negra del pensamiento woke, la mal llamada ideología del despertar, suprime  en las universidades y en bastantes medios de comunicación buena parte del saber antiguo. El fenómeno parece extraído del libro rojo de Mao; crean un antes y un después, tristemente dormidos ayer  y dichosamente despiertos hoy. Lo que ocurrió antes, en la bruma de los sueños, se clausura hasta el nombre y la raíz. La nueva  luz, la pretendidamente  felicísima aurora, es administrada por los nuevos sacerdotes del engendro.

Barak Obama tuvo un comportamiento errático, en política exterior sin duda, y su carácter mundano lo llevó a obrar con ligereza y caer en la palabrería. Su mano derecha, la señora Clinton, de temperamento más firme, enturbió ese temple incuestionable  con una obstinada contumacia en los  errores. No mucho antes, hubo inteligencia en los Estados Unidos, la suficiente para sortear la derrota de Vietnam y componer estrategias acordes con los nuevos desafíos y oportunidades. “Unos pocos hombre buenos “, reza el lema de los marines. Hablemos de unos pocos hombres con talento. Seguro que hubo más pero mencionaré  cuatro: Henry Kissinger, Zbiegneiw  Brzerzinsky, y  la dupla iraquí formada por Donald Rumsfield y Dick Cheney. Todos ellos fueron conscientes de la flaqueza de las dos columnas fundamentales, la ideología y la infantería, y buscaron solucionar estas carencias con nuevas herramientas. También coincidían en el diagnóstico y en el plan: si no se podía seguir subiendo había que mantenerse arriba.

Si algo caracteriza a Henry Kissinger es su reticencia al dramatismo, su apego al presente y su capacidad para el apaño: acá un parche, allá un remiendo. Cumplidos los cien años se ha declarado favorable a la partición de Ucrania. Siempre fue partidario de mantener las hostilidades en la periferia y evitar el topetazo directo con los soviéticos. Convenció a Nixon para salir de Vietnam; allí los desgarros no tenían enmienda. En otros escenarios relevantes la influencia americana se había afianzado: Patricio Lumumba  fue asesinado en el Congo y Sukarno había sido derrocado en Indonesia. Sus sustitutos, Mobutu en Kinsasa y Suharto en Yakarta, fueron leales centinelas de Washington en aquellas  latitudes ariscas. Para Kissinger Vietnam era  una enseñanza: había llegado la hora de declinar el uso directo de la infantería americana. Supo Kissinger detectar las discrepancias escolásticas entre los dos faros de la religión comunista.  Apoyó a Mao Zedong contra los rusos para fortalecer al más débil. Contó con la complicidad de China para frenar los intereses de la Unión Soviética en África, una complicidad duradera;  los chinos no veían ventaja alguna en que ese mercado cayese del  lado ruso. En Oriente Medio guardó la ropa sin dejar de nadar. Con motivo de  la guerra del  Yom Kipur, su mediación entre Kosiguin  y Golda  Meir evitó males mayores. Tras los reveses iniciales,  las tropas del general Sharon embolsaron al ejército egipcio. Los carros de combate israelitas enfilaron el Cairo y frenaron a setenta kilómetros de la capital; los numerosos asesores soviéticos querían defender la ciudad  a toda costa. Golda Meir se había iniciado en política como embajadora en Moscú; hizo buenos contactos y eso ayudó al entendimiento. Kissinger se cobró el favor tejiendo  relaciones con el ejército egipcio, hasta ese momento dependiente en gran medida de los rusos.  En Hispano América forjó y avaló las dictaduras militares en Chile y Argentina.  Se limitó a desplegar la doctrina enunciada por Roosevelt cuando describió al dictador nicaragüense Anastasio Somoza:  ”Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. La política de los Estados Unidos en esa zona contribuyó a fomentar los movimientos actuales, híbridos malsanos de peronismo y castrismo, alimentados en parte por un llamado a la soberanía nacional, puesta largamente en entredicho.  Kissinger hipotecó el futuro, pero a un político le incumbe el presente y  cómo salir del paso; desmenuzar el porvenir es tarea que conviene mejor a los profetas.

Zbigniew  Brzezinski  fue consejero de seguridad con Jimmy Carter.  Un hombre duro en tiempos en los que los hombres duros tienen que bailar  sí o sí, y en ocasiones  con la más fea, independientemente de lo que fabule Norman Mailer. Convencido de que había que desplazar la zona de conflicto de la periferia al centro, buscó  puntos de contacto tan cercanos a  Rusia como permitiesen las circunstancias. Si tienes una granja y consideras que desde la granja de al lado te hacen la vida imposible no es suficiente deslizarte al gallinero del vecino, robarle una gallina y culpar a los lobos. Es mejor llegar hasta su casa, romper los cristales, aporrear la puerta, asustar a la abuela y a los niños. Corres el riesgo de que el hombre se enoje, salga  y te de un palizón.  Fue la táctica de los cartagineses en las guerras púnicas. En el primer litigio, Cartago peleó en la periferia, luchó por Sicilia. En la segunda vuelta Aníbal arrostró lo imposible para mover sus armas desde Hispania hasta la entrada de Roma. El resultado fue la destrucción de Cartago, pero la intención era buena.  La invasión soviética de Afganistán fue un éxito para Brzezinski, que había cebado la resistencia de los pastunes a los aires modernizadores que venían desde Kabul. Le trasladó su satisfacción al Presidente Carter en  una nota que rebosaba optimismo: “Por fin los rusos tienen su Vietnam”. Acertaba;  la guerra en Afganistán ayudó  a la implosión de la Unión Soviética. No importaba que las muchachas afganas desistiesen  de los estudios y  de las minifaldas proporcionadas por los comunistas de Babrak Kermal, un reformista templado,  y fuesen enjauladas en burkas y sometidas al arbitrio del  muyahidin  o los talibán, a cuál más destemplado.  Brzezinski  lo compensaría luchando por los derechos humanos de disidentes polacos y rusos. En Oriente Medio, la caída del Sha de Persia, un déspota  occidentalizado, entregó Irán a una tiranía clerical que denominaba a los Estados Unidos  “Gran Satán”, y relegaba a los rusos al papel de un Satán más pequeño.  Washington lanzó contra los ayatolas al Irak de Sadam Hussein.  Cuando era un joven oficial, Sadam colaboró con la CIA en el derribo y el asesinato del genera l Qásim,  y separó  al partido Baaz de sus veleidades soviéticas. Sadam Hussein fue un conserje solícito. Condenó a  morir en las trincheras a cientos de miles de compatriotas. Sus patrones   lo quitaron de en medio  alegando que el pobre diablo tenía armas de destrucción masiva. Llegaron a exhibir en la ONU unos frasquitos portadores de un supuesto mejunje ponzoñoso. Bastantes medios de comunicación  jalearon la performance. La doctrina Brzezinski  no germinó en el paisaje adecuado: Jimmy Carter era un oportunista resbaladizo.   Brzezinski  fue consecuente con la idea de Teddy Roosevelt para manejarse en el mundo: “Habla despacio y lleva un garrote grande”.

Dick Cheney, Vicepresidente, y Donald Rumsfeld, Secretario de Defensa,  son las figuras principales de la administración del Presidente George W. Bush. Configuran la nueva estrategia del Imperio, aún vigente: uso puntual del garrote, obtención rápida de beneficios, reducción al enfrentamiento y al  tribalismo de naciones y estados hasta arruinarlos.  Les incumben a ambos  el dibujo de las guerras en Irak y Afganistán a comienzos de este siglo. Son clarificadoras las palabras de Cheney  al inicio de la intervención en Afganistán:” Tendremos que asociarnos con algunos tipos muy desagradables”. Se refería a los señores del opio y de la guerra, una milicia mercenaria que despachó temporalmente a los talibán con el apoyo copioso de la aviación americana. En Irak, Dick Cheney fue menos explícito pero igualmente previsor: antes de machacar a Sadam ya había distribuido los dividendos de la operación con las compañías petroleras, también entre aquellas en las que había figurado como socio.  Rumsfeld diseñó la nueva guerra. Manejó la  superioridad aérea y sobre el terreno, bajo los cielos unánimes, prefirió la movilidad de unidades pequeñas y especializadas. Los americanos perforaron al ejército de Sadam como  un cuchillo cortante hurga en un bloque de mantequilla recalentado. Tomaron Bagdad sin sufrir muchas bajas. Las televisiones regalaron imágenes de los miembros de la guardia de élite iraquí huyendo de sus pabellones en calzoncillos, con los primeros bombazos. Llegar fue sencillo;  permanecer ya sería otro cantar y no de gesta. Quedó un país desgarrado por las guerras civiles .Washington  tenía las manos libres. Rusia intentaba recomponerse como nación. Putin  andaba ocupado en deshacerse de los oligarcas y liquidar la insurgencia chechena, y había firmado recientemente un acuerdo de reducción de armas nucleares.  En China Jiang Zemin apuraba su mandato; China todavía no era China.   

Desde entonces, Washington no ha eludido la asociación directa o el apoyo implícito a “tipos muy desagradables”.  Apostó por el yihadismo en Libia y en Siria.  En Ucrania ha seguido lo que ensayó en la guerra entre Irak e Irán y ha puesto toda la carne en el asador, léase la población ucraniana. Cuando un imperio desfallece busca fuera las herramientas de mantenimiento que  faltan en la metrópolis. Washington ha fidelizado a sus aliados europeos y es posible que consiga que no estén en la OTAN de gorra y de boquilla, como estuvieron. Sin embargo, esa nueva realidad ordenadamente desordenada, que presumieron el mejor proyecto para la periferia, vuelve a tomar una forma indeseable, con estados nacionales en África, Hispanoamérica y Asia, escépticos, cuando no reacios, a casi cualquier cosa que les venga de Occidente.

Durante la campaña de Bill Clinton tomó cuerpo un slogan desdichado: ”Es  la política, estúpido”. Fueron las estúpidas palabras de un pícaro jactancioso. Nunca es la política, antes bien serán siempre  la moral y la estética.  El Imperio americano está en fase terminal porque huele a podredumbre. Roma romanizó, España hispanizó y los Estados Unidos americanizaron. En Europa, por haber sido americanos, hemos sido mejores culturalmente. Gracias a filósofos como Ralph Waldo Emerson y George Santayana; a pintores como Andy Warhol,  Rolph Amstrong, Roy Lichtenstein o Tom Wesselmann; a poetas como Walt Whitman, T:S. Eliot, Emily Dickinson, Ezra Pound o Wallace Stevens; a novelistas como Henry james, Marc Twain,  Hermann Melville, Edith Warthon, William Faulkner, John Dos Pasos, Carson Mc Cullers o J.D.Salinger. Hemos visto películas de John Ford, Howard Hawks, Henry Hathaway, Stanley Donen , John Huston y Clint Eastwood. Hemos bebido bastante coca cola y hemos escuchado a Frank Sinatra y a Ray Charles.  Todo eso ha sido sustituido por el wokismo y por Netflix. No es una cuestión menor que se produzcan más de cincuenta tiroteos al año en sus colegios, una media de uno por semana, y que los muertos por fentanilo y otras oxicodonas  en los últimos cuatro años superen largamente a todos  los que murieron luchando contra los alemanes, los japoneses,  los coreanos, los vietnamitas o los afganos.  

Le preguntaron  a  Andy Warhol qué era lo más sexi;  respondió que no serlo en absoluto. Esto incumbe a los chinos: serán un imperio formidable porque no parecen un imperio, y no lo parecen porque no son un imperio al uso. Dentro de las llamadas élites transnacionales, razonablemente articuladas desde Washington,  hay una discrepancia llamativa entre los extractivos y los interactivos. Los primeros priorizan la incorporación de recursos africanos; para ellos Rusia y China son impedimentos  evidentes, más peligrosos los rusos a corto plazo, pues ayudan a construir  estados nacionales presumiblemente hostiles. Para los segundos, con los fondos de inversión y Black Rock y su Consejero Delegado Larry Finks a la cabeza,  Rusia no es un agente comercial competitivo, por lo que no entra en la ecuación, y China es un mercado formidable antes que una amenaza geopolítica. El agua les llega hasta los hombros y están en ese enredo. Con tanto wokismo no han tenido tiempo de leer a La historia de las guerras del Peloponeso. Los chinos son bastante más que una marea comercial. Han aprendido a hacer amigos, a tener socios estables, a negociar con futuro, a desligar el beneficio de la piratería o de la usura. Extractivos o interactivos, el agua les  llegará  hasta las orejas  a  los últimos magnates;  cuando se acuerden de Tucídides  sólo encontrarán en sus pulcras y expurgadas  bibliotecas  unos pocos  ejemplares vertidos  al chino mandarín.

De un modo natural un nuevo día sobreviene a la noche. Sobran los artificios. La “noche americana” que ensombrece aquello que se expone a su mirada cesará cuando el filtro se despegue   de la cámara. No es descartable que de las cenizas del Imperio surja una gran nación.  Se cumplirían las palabras invencibles de Abraham  Lincoln, pronunciadas en el cementerio de Getitysburg, en mitad de la guerra civil, dirigidas así  a los vivos como a los muertos. Habló de una nación concebida en libertad, consagrada al principio de que todas las personas creadas son iguales. Deseó para esa nación un nuevo nacimiento con la ayuda de Dios. Confió que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no sería  borrado de la faz de la tierra.  

Resuenan, como contraste  ruboroso,  las sandeces de Biden y los exabruptos de Trump.  El Imperio americano es una adherencia,   una costra que se desprenderá sola. Les pasó a los ingleses y nos pasó a los españoles;  a ellos y a nosotros nos está costando hallar un sitio bajo alguna luz de las estrellas. Los nostálgicos  y también los vividores, los codiciosos y los tozudos,   ya pueden juntarse donde les venga en gana: en  Davos,  Bruselas, Hiroshima, o Las Chimbambas.  Ya pueden empecinarse en sacar un último brillo  de las delgadas sombras y persistir en los honores a la funesta  piedra negra.  Revivirán sin descanso la cena de Baltasar en Babilonia. A los postres, aflorará en la pared el vaticinio ineluctable: mene, tequel, ufarsin. No hace falta que llamen al judío Josué para que se lo descifre, lo hago yo con mucho gusto. Viene a decir algo así como “hagan  las maletas, agarren la puerta y cierren al salir”. Añado una información que considero pertinente:   el dedo que traza el aviso es el dedo inefable  de Xi Jinping, y confirma la mudanza en   el significado y la medida de nuestro tiempo.

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